Por fin está en las librerías; en una, incluso en el escaparate.

Después de tantos años en los que fue sólo mío. Después de pasar horas y días a solas los dos, sin otra compañía, sin necesitarla, por más que dijera escribir para ese lector ideal.

Por fin lo veo allí y se me difumina, pierde nitidez el contorno del objeto que me pareció tan rotundo la primera vez. Y es que siento que lo pierdo.  No me pasó al mandárselo a mi agente, ni cuando ella lo envió a una editorial, ni cuando imaginé al editor leyéndolo, ni cuando lo supe en manos del corrector. Tampoco cuando le perdí el rastro en alguna imprenta perdida por algún polígono industrial.

Me sucede ahora, que lo veo separado de mí por el cristal del escaparate. Porque cada lector que lo toma en sus manos nos separa. Cada lector que lo compra gana el derecho de apropiárselo. Cada lector que lo lee lo posee.

No, no es que tema lo que le pueda pasar ahora que ya no lo tengo. No me asustan las críticas ni el desinterés ni el fracaso.
Es que se ha ido, me ha dejado. Soy yo quien sin él se siente desamparado.

Dedicado a Francisco Ortiz.