Foto: biberta

–Son pequeñas neurosis infantiles. Fases y, como tales, transitorias. Lo había dicho el psicólogo. ¿Neurosis? ¿Con seis años? ¿Qué habían hecho ella y su marido tan mal para que una niña de seis años tuviera neurosis? Infantiles. ¡Claro que eran infantiles! ¿De qué otro modo podrían ser si no? Lo que hacen, dicen o les pasa a los niños es infantil. Es normal. Más que normal, es natural que sea infantil. Lo que no es natural ni normal es que una niña de seis años tenga una neurosis.

Una no. ¡Varias!

“Pequeñas neurosis infantiles” había dicho el psicólogo. Y si lo había dicho en un plural indeterminado es porque eran más de dos. Dos no son un plural indefinido. Dos son dos. Si sólo hubieran sido dos, además, las habría nombrado, porque seguro que cada una de ellas tenía un nombre propio. Si hubieran sido dos, el psicólogo infantil hubiera dicho:

–Su niña tiene la neurosis A y la neurosis B. Así de fácil y claro hubiera sido si se hubiera tratado sólo de dos neurosis. Lo de que, aparte de infantiles, fueran pequeñas se debía con seguridad a que el psicólogo querría atenuar el diagnóstico de varias, numerosas neurosis. Habían salido ya del edificio en el que se encontraba la consulta del prestigioso psicólogo infantil. Sin darse cuenta, mientras se perdía en cavilaciones, había acelerado el paso y tiraba de su hija con fuerza, sin percibir los esfuerzos de la niña por no pisar las rayas de la cuadrícula que formaban las baldosas del pavimento.

Como si jugara a una rayuela monstruosa, juntaba los pies, saltaba separando un poco las piernas, daba zancadas inclinando el cuerpo hacia adelante y hacia
atrás.

–¿Qué haces? –preguntó crispada. Justo lo contrario de lo que le había recomendado el psicólogo.

–No le dé demasiada importancia. Déjela hacer sin prestar demasiada atención. Sin reñirla.

Precisamente lo que hizo cuando su hija, con los pies juntos dentro de la superficie cuadrada de una baldosa, señaló las líneas que la rodeaban y dijo:

–Son líneas de lava. Si las pisas, te quemas los pies.

–¡Déjate de bobadas! Vamos a llegar tarde. Tiró de ella. La niña siguió moviéndose de puntillas como una bailarina y fue dando saltitos hasta que un semáforo en rojo las detuvo. Ella vio que
evitaba que los pies tocaran las piezas estrechas y rectangulares de color más oscuro que marcaban el borde de la acera. ¿Qué se imaginaba que eran? Lomos de cocodrilos dormidos que no había que pisar, le había dicho. ¿Tendría cada una de esas absurdas fantasías un nombre propio? ¿Se contaba como una de las neurosis? Las líneas de lava, los lomos de cocodrilos dormidos, las tapas de las alcantarillas debajo de las cuales se escondían monstruos que miraban debajo de la falda, las calzadas que se convertían en ríos llenos de pirañas si se pasaban con el semáforo en rojo.

Pequeñas neurosis infantiles. Se dio cuenta entonces de que estaba parada sobre una tapa metálica de alcantarilla y, aunque mientras lo hacía se dijo que era ridículo, no pudo evitar moverse al imaginar que, desde esas tres ranuras sucias, un monstruo le miraba debajo de la falda. Pisó entonces la línea oscura entre las baldosas y notó la quemadura brutal de la lava en los pies.

Dio un paso hacia adelante y pisó el lomo de uno de los cocodrilos dormidos, que se despertó y se revolvió arrancándole una pierna de cuajo y arrojándola a la calzada, donde las pirañas devoraron el resto del cuerpo. El semáforo estaba rojo.