Hoy el asilo para lápices retirados ha tenido que colgar el cartel de «completo».
El último en conseguir una plaza ha sido el lápiz blanco que se ve a la izquierda en el segundo recuadro mirado desde abajo.
Si no los he contado mal, son 124 lápices. No sé cuántos textos he escrito con ellos porque llevo años guardándolos. El orden en que los he ido pegando al cuadro se regía por los colores; no he seguido el de las novelas porque ya se trata de una idea lo bastante obsesiva y tratar de darle algún sentido o estructura adicional la podía hacer parecer tal vez algo neurótica.
Con estos más de cien lápices he llenado cuadernos, hojas sueltas, fichas y me he tiznado las manos de grafito (es lo que tiene escribir con la izquierda). Gracias a ellos la escritura ha adquirido una dimensión física, que con el tiempo se me ha hecho casi imprescindible. Mi mente no funciona del mismo modo delante de la pantalla del ordenador.
Escribir a mano y con lápiz  ha otorgado un componente sensorial a la escritura: el sonido del raspado de la mina sobre el papel, el mismo tacto del papel, el crujido del sacapuntas, el roce romo de la goma de borrar.
Asilo completo.
Los próximos ya están impacientes por empezar a escribir. Yo también.