Desde hace unos cuatro meses estoy esperando un pedido que le hice a uno de los libreros de mi barrio. Se trata de unos apoyalibros bastante sencillos de metacrilato, como los que él mismo tiene en la tienda. Los vi una vez que pasé por allí, me gustaron y le pregunté si me podía encargar unos cuantos para casa. Cuando pasé una semana después, me dijo que no los había recibido. Vi en su cara que tampoco los había pedido. Una semana después me confesó que se le había vuelto a olvidar, pero hizo el pedido de inmediato.
A partir de entonces, cuando subo por la Berger Straße y paso por la librería, le pregunto. Normalmente sólo con un gesto desde la calle, al que él responde negando con la cabeza. En otras ocasiones me detengo en la librería. Al verme, lo primero que me dice es que todavía no los ha recibido, charlamos un ratoy me marcho. A veces con un libro; otras sin. Sea como sea, pasar y preguntar por mis apoyalibros es una rutina cordial.
Parece ser, me ha dicho esta última vez, que no quedan existencias. pero que las habrá con seguridad para la Feria del Libro porque la empresa que los fabrica tiene un puesto allí. Esto significa a primeros de octubre.
En octubre esta rutina ya se habrá convertido en una costumbre y echaré de menos pasar por la pequeña librería y preguntar por mi pedido. Igual tengo suerte y se agotan las existencias otra vez. Además, en estos meses mis estanterías se han vuelto a llenar tanto que ya no necesito los apoyalibros.