En el día de Reyes abandonaron la casa estas ocho libretas. Corresponden a ocho semestres de docencia en la Universidad de Frankfurt. Cada inicio de semestre empezaba una nueva. El color tenía que ser muy distinto de la del semestre anterior. Siempre compraba libretas de papel blaco, sin rayas o cuadros, mis preferidas. Siempre también libretas de papel satinado de Clairefontaine de 90 gramos. El bolígrafo se desliza por ellas como un patinador.

En la libreta del semestre anotaba el plan de cada curso, lo que quedaba pendiente para la siguiente clase, lo que tenía que preparar, lo que hablaba con los alumnos en las horas de consulta, los libros que necesitaba, los trabajos que corregía, las notas, las fechas de reuniones, recomendaciones de lecturas… Eran el modo de no perder la perspectiva cuando se tiene tantos alumnos y tantos cursos. Al final del semestre eran un registro de todo lo que había hecho o no (también quedaba constancia de lo que no salió o no se terminó).

Ocho libretas, unos cuatrocientos gramos de papel en los que estaban registrados ocho semestres de trabajo, cuatro de mis ocho años como lectora de español en el Departamento de Lenguas y Literaturas Románicas de la Universidad de Frankfurt. Todo al contenedor de papel.Aunque a medio camino, en la escalera de casa, me detuve un momento y dudé. Me costaba tirarlas. ¿Por qué, si no había vuelto a abrirlas nunca más?

Me costaba porque compartían estantería con las libretas en las que tomo notas y escribo mis textos. También porque la encuadernación las contagiaba del aura de los libros, que hace tan difícil tirar uno al contenedor de papel, aunque la mala calidad de algunas ediciones ya me está enseñando a hacerlo (en la entrada anterior lo comentaba). Pero, me dije, una libreta es un contenedor y vale lo que valga su contenido. Recuerdo con cariño muchas cosas de mis años en la universidad, para ello no necesito saber qué hice en clase un día de mayo de 2002. Abrí la tapa del contenedor y adiós.