© Rosa Ribas

Escribo estos días con un lápiz que compré hace unos años en Viena. Un lápiz souvenir que reproduce la firma de Mozart y tiene una piedrecita verde, una esmeralda de vidrio, en un extremo. A pesar de la descripción, no es el más hortera de los que poseo. A algunos de mis amigos les divierte regalarme los lápices más horrorosos que encuentran en sus viajes. Son siempre bienvenidos y comparten lapiceros y estuches con otros tan bellos que parecen objetos decorativos. Pero un lápiz es para escribir, si no, no es lápiz. De modo que los uso todos.

Este lápiz con la firma y la rúbrica de Mozart, al que le quedan ya pocas semanas de trabajo, me ha recordado un momento de mis primeros días en Alemania, en Berlín. Me ha recordado una pérdida.

Cuando llegas a un país extranjero con la intención de quedarte a vivir allí por un tiempo, una de tus ocupaciones primeras, que te distingue de los turistas, es que las colas en las que pasas horas esperando son para gestionar papeles. Rellenar formularios, mostrar una y otra vez documentos, firmar papeles. Y ahí pasó. Al firmar papeles.

Después de aprender a escribir con cierta soltura, mi padre me enseñó a firmar. Me explicó para qué servía y que era algo único y para siempre. Lo practiqué muchas veces hasta encontrar una forma que me pareció acorde con tales expectativas. Y le añadí, imitando su firma, una rúbrica. Aprendí a la vez esta palabra: “rúbrica”, que, como muchas palabras esdrújulas, tenía un halo cultivado y, por la tanto, adulto.

Mi rúbrica era muy simple, un ángulo agudo que salía de la ese final de Ribas, se desplazaba hacia la izquierda, subrayando hasta el inicio del nombre y después ascendía para cruzar la erre mayúscula del apellido. Tenía un trazo más contundente que la letra de la firma porque, sobre todo la primera línea, la trazaba hacia la izquierda, lo que para una zurda era mucho más cómodo, ya que en vez de empujar el lápiz, como siempre, permite tirar de él. Ni era bonita ni elegante, pero era mía.

Y la perdí en Berlín.

Fue tras rellenar uno más de los muchos papeles necesarios para poder vivir en el extranjero. Lo firmé y lo rubriqué; entonces, el funcionario sentado frente a mí me preguntó, entre sorprendido y suspicaz, por qué motivo tachaba mi firma, si era mi intención invalidarla. Un dedo imperativo, prusiano, señalaba mi rúbrica sin tocarla. Mi alemán no era suficiente para explicarle que se trataba de una parte de la firma, que, contrariamente a su suposición, tenía la función de dar validez a la firma. El escaso conocimiento del idioma no me permitió explicarle nada, ni siquiera replicar, cuando me pidió que repitiera la firma. Lo hice, después de rellenar un nuevo formulario ante su mirada atenta. Llegué al final. Firmé. Sin rúbrica.

Me quedaban muchos papeles por firmar en esas semanas iniciales y demasiadas palabras por balbucir en mi precario alemán. La precariedad no se reducía al idioma, era más bien la palabra que describía la sensación de los días de la llegada a Alemania. Precariedad, nada de rúbricas contundentes. La eliminé.

Ya no la recuperé. Por tres motivos: porque todos mis documentos oficiales aquí son sin rúbrica; por costumbre, también. Y porque, a pesar de los años, la extranjería es un estado que siempre incluye una porción, mayor o menor, de precariedad.