Mañana hará una semana que perdí mi condición divina.
Pasó en el mismo momento en que murió mi gata, Kiri.
La adoptamos no hará ni dos años. Sus dueños se marchaban de Alemania y no querían que una gata ya anciana tuviera que pasar por el trance de un viaje transoceánico y la posterior cuarentena. Así que esta gata porteña entró en nuestra casa con algo de artrosis, cierto sobrepeso y la tranquilidad que otorga la absoluta falta de conciencia de la propia mortalidad. La sordera vino después, muy despacio, cuando la casa ya era un territorio seguro y plácido para ella.
Comentó el amigo que la cuidaba cuando nos íbamos de viaje que le fascinaba la mezcla de alegría y asombro con que se despertaba Kiri por las mañanas, como si se maravillara de seguir estando ahí. Era algo contagioso.
Como el hecho de que ronroneara sólo con verme, que se alegrara de un modo absoluto, incondicional de mi mera existencia.
Esa mirada es la que te convierte en una divinidad.
Ahora toca pasar por la fase del duelo por la pérdida de los rituales. La primera vez es la peor. La primera vez en que no te acercas a saludarla al cestito por la mañana porque sabes que te está esperando; aunque en algunas ocasiones la pillabas todavía enroscada como un enorme dónut peludo. Cosas de la edad. La primera vez en que no la subes a la ventana, porque lo de saltar ya le va costando, para que mire a la calle, y le dejas un sillón a modo de discreta escalera de bajada. La primera vez en que no espera paciente a que termines de desayunar para que le des un poco de yogurt, la primera vez en que no te la llevas contigo al sillón de lectura para que ronronee primero y ronque después a tu lado. La primera vez en que no te interrumpe mientras estás escribiendo porque se acaba de despertar y quiere que le rasques la cabeza, lo que haces de inmediato.
Pero sobre todo tienes que aceptar que no volverás a oír su maullido reclamándote en cuanto vea asomar tus pies por debajo del sofá, ni volverás a recibir esa mirada y el ronroneo de felicidad al constatar una vez más tu presencia, tu existencia. Estás ahí. Cuánto me alegro.
Todo eso se pierde cuando deja de existir esa mirada. Huérfano de su divinidad, así se debió de sentir Júpiter cuando murió el último romano que creía en él, su último adorador. Y se encontró con Baal, Isis, Osiris en el lugar donde se reúnen los dioses abandonados, convertidos en meras ensueños, en recuerdos para historiadores y películas.
Por suerte, a mí su muerte sólo me ha devuelto a la condición de simple ser humano.
Bien pensado, tal vez la diosa era ella.