© Rosa Ribas

Cuando empiezo una novela, lo primero que hago es escoger un puñado de lápices. Algunos ya están usados, otros son nuevos. Está bien así, unos cuantos con experiencia y otros novatos. A los novatos les saco punta, a los veteranos los acabo de afilar si tienen la punta ya algo roma para que empiecen animosos el proyecto. Después los distribuyo entre las dos mesas en las que trabajo y los estuches que llevo cuando salgo de casa.

Tengo muchos lápices en casa. Los amigos, que saben que escribo a mano, me los regalan. Cuando viajo, son los únicos souvenirs que compro. No se puede decir que los coleccione, porque los tengo para usarlos, aunque dude que llegue a gastar todos los que han ido entrando en casa en los últimos años. Se dice que el coleccionista acumula para esquivar a la muerte, tal vez yo trate de esquivarla de un modo más pragmático, apelando a que se me tiene que conceder suficiente tiempo para gastar esos lápices. Escribir es lo que les da sentido y tal vez el mío sea precisamente usarlos.

Y los uso todos, los bonitos y los feos; los caros y los baratos; con o sin goma de borrar; redondeados o hexagonales; con logotipos de museos, publicitarios, forrados de papel, monocromos, polícromos, con piedras brillantes en un extremo,… Lo único que importa es que la mina tenga la dureza adecuada.

Hoy ha sido el último día de trabajo de uno de los lápices más feúchos que me han regalado. Un lápiz muy viajero que llegó desde México a través de una amiga canaria que vive en Viena. Un instrumento feo pero de agradable escritura, que es el primero que cae en este nuevo proyecto. En la imagen algunos de sus compañeros se despiden de él en su último día de trabajo.